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NUESTRO MAR Y SUS EMPORIOS

EL REGRESO

Tiro, año 707 a/c

 

Después de cuatro meses de ardorosa paciencia

vigilando en silencio la quieta lejanía

para verlo llegar

ayer se dibujó en el horizonte la silueta del convoy

y unas horas más tarde

mi apuesto capitán atracaba en el puerto

erguida sobre la proa su imponente estatura

rígido y ceremonioso

pero abriendo una sonrisa cuando me vio en el muelle

Cuatro meses después

pude abrazar por fin a mi anhelado esposo

y anoche mismo, Heteb

nos trabamos en combate

Con un súbito giro

enderezó contra mí su afilado espolón

y hubo un choque brutal, estrepitoso

sobre el revuelto oleaje de las sábanas

El mástil se tronchó por la cintura

y se abrió de repente una vía de agua

por la que el mar penetraba con un chorro furioso

El timón se rompió

y comenzó la nave a vagar enajenada

La vela ardía, Heteb, crujía el maderamen

pero yo resistí, me batí largamente-

no te rías, mujer -

y aunque su brusca embestida me rompió

y no pude contener su fogoso abordaje

nadie fue vencedor en tan terrible choque

y nuestras naves se hundieron en un sueño apacible

 

 

EL OFICIO

 

 

Te explicaré las razones: era un mocoso aún y ya correteaba entre los troncos, allá en el arsenal, vigilado por mi padre, jugaba con las velas, me ensuciaba de betún, escalaba el armazón de las futuras naves, restallaba contra el suelo los cordajes de esparto... No heredé la destreza del viejo calafate- tampoco quise alcanzarla - pero el puerto me atraía. Y al cumplir los dieciséis empecé de porteador. Descargaba los metales de la lejana Tarteso, el trigo de Chipre, la lana de Egipto... Y subía a los barcos nuestros ricos productos: la joyería y los marfiles, la púrpura, los salazones...

En las sucias tabernas escuchaba a los marinos relatar sus historias, y aquellos nombres lujosos como el palacio de un rey- Gadir, Ebusus, Pantelaria - me mareaban de luz y me turbaban de anhelo- Útica, Lixus, Cartago - y yo veía de pronto ciudades fastuosas, paisajes atractivos, novedades, prodigios... Sentado en la escollera contemplaba el mar, la inabarcable anchura, y el murmullo de las olas sonaba en mi cabeza como una melodía obsesionante, como si alguno soplara dulcemente una flauta insidiosa. Comprendí que mi vida estaba lejos, que el futuro aguardaba en otra parte, y me embarqué. Desde entonces, amigo, mi patria es el mar, y mi oficio los vientos.

 

 

  

EL REGALO DEL VIAJERO

 

Acércate, sobrinita, y mira lo que te traigo

Mira qué hermosa criatura, Claudia

qué animal extraño

No te morderá, cógelo: es una cría aún

En Egipto los respetan como a los dioses mismos

y ellos caminan por las calles orgullosos y apacibles

No te confundas, no: no es un perro pequeño

No alcanzará su cabeza la altura de tus rodillas

Tiene el cuerpo rayado, como ves

los ojos de rarísimos colores

el tacto más suave

y esos pelos tan largos encima de la boca

Como los galos, cariño, luce bigote

Y es más fiero que los canes

Nunca lo irrites

porque araña, mi amor, como tú cuando te enfadas

Esta asombrosa bestezuela

puede quedarse inmóvil una hora seguida

Imperturbable como un estoico

como si nada le importase

 

No alborota jamás, el ruido le exaspera

se lava continuamente, y por fin-

y esto último le gustará a tu madre -

no defeca en las losas, los mosaicos o las piedras de mármol

como esos tontos de los perros.

Colmas de arena limpia una artesa

y allí lo hará...

 

   

LA FIESTA

 

 

 

Año 1780

 

 

 

 

Dispersos entre el verdor de los vastos jardines, y convocados allí por el amable anfitrión, abigarrada multitud, los invitados escogían sus diversiones predilectas. La mayoría conversaba. Excitados por el vino, la ocasión, el entorno, se les veía agitar nerviosamente las manos, se escuchaba, creciente, el fragor de sus voces, el estallido feliz de alguna carcajada, exclamaciones, gritos... Pero muchos preferían un sencillo paseo, y otros optaban por sentarse en la fresca vecindad de árboles o fuentes. Los más inquietos bailaban, cantaban u organizaban excursiones a los remotos confines de la villa. De los grupos se desgajaban intermitentemente repentinas parejas. Encaminándose despacio hacia algún bosquecillo, ocultaban en la espesura la intimidad de sus besos.

Llegaban invitados, y se cruzaban en los senderos con aquellos que abandonaban, cansados ya, la entretenida reunión. Estaban los impacientes, que no encajaban el hecho de que la fiesta acabase, y en su nerviosa agonía apuraban las copas, danzaban enfebrecidos, entraban y salían de las frondas con otros cuerpos ansiosos, desesperadamente se entregaban a todos los deseos, hasta caer devorados por su propia avidez. Y había solitarios que se apartaban del resto, y quedamente apoyados en alguna balaustrada, o amparándose en la sombra de los pórticos, incapaces, tímidos, curiosos, contemplaban a los grupos en sus lentos paseos, en sus conversaciones, la envidiable alegría de aquellos que cantaban, que bailaban, la agria felicidad del bebedor, la prisa de los ansiosos, solitarios que observaban con tranquila expectación la rara efervescencia, el extraño tumulto, la inagotable actividad de los presentes.

Los más inconformistas lamentaban que en las mesas distantes escaseara el vino, y que allí no llegase el sonido de la orquesta. Y algún malhumorado se quejaba de no haber visto aún al anfitrión, de ignorar el momento en que la fiesta aquélla terminaría por fin, y de no saber exactamente qué estaba celebrando.

© 2015 DANIEL LÁZARO ABOLAFIO

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